domingo, 11 de mayo de 2008

Israel y sus 60 años

Increíble video sobre la Independencia de Israel






Los desafíos del porvenir


Por Santiago Kovadloff

Para LA NACION

Al cumplirse los primeros sesenta años de la creación del Estado de Israel, quiero resaltar tres evidencias.

La primera: que la identidad nacional es una de las configuraciones fundamentales logradas por el judaísmo contemporáneo.

La segunda: que el judaísmo contemporáneo no se agota ni mucho menos en la configuración que le imprime la identidad israelí.

La tercera: que entre la identidad israelí y la identidad judía que no reviste carácter nacional existe hoy un vínculo que responde a diversas y encontradas orientaciones.

Algunas de esas orientaciones son solidarias con el Estado de Israel. Otras, no.

Todas, no obstante, se autoconciben y se proponen como judías, porque como judíos se definen tanto los que estiman indiscutible el derecho a la existencia de Israel como aquellos que consideran indispensable la desaparición del Estado para que se cumpla el reencuentro del pueblo judío con Dios, en el marco de la Alianza bíblicamente estipulada.

Aquel es un punto de vista principalmente laico. Este, un punto de vista ultra ortodoxo con cuyos crueles fundamentos teológicos no coincido y con el que, por lo demás, confluyen los intereses de los enemigos no judíos de Israel.

Buena parte de los enemigos no judíos de Israel integran las agrupaciones terroristas que, mediante la práctica de atentados criminales cometidos fuera del territorio israelí, buscan debilitar el apego y el valor que el Estado reviste para la gran mayoría de los judíos no israelíes.

Atacándolos en sus propios países, intentan persuadirlos de que los atentados contra las comunidades judías del mundo y la inseguridad que siembran mediante ellos sólo cesarán el día en que Israel desaparezca del Medio Oriente.

Los sionistas más inflexibles siguen, a su turno, empeñados en convencer a las que consideran todavía hoy como comunidades diaspóricas de que ningún otro sitio podrá brindarles, como judíos, la seguridad que les ofrece el Estado de Israel.

Lo cierto es que ambas hipótesis son más que discutibles.

Los hechos demuestran que la mayoría de los judíos, se encuentren donde se encuentren y sean cuantos fueren los atentados que contra ellos se cometan, se muestran persuadidos de que la existencia del Estado de Israel es un bien imprescindible para ellos.

Por otra parte, nadie sensato puede pretender, hoy en día, que Israel es un lugar especialmente seguro para garantizar la existencia de los judíos, ya que en ninguna otra parte, después de la Shoá, los judíos han sufrido y sufren tantos atentados contra sus vidas como en Israel.

No dudo que Israel, como Estado, podrá subsistir respaldado por la supremacía regional de su poderío militar. Pero no sé si podrá subsistir como la democracia excepcional que aún es en Medio Oriente, si lo hace por mucho tiempo más apoyada, ante todo, en el despliegue de la fuerza bruta, por más sofisticada que ésta sea.

Este es, me parece, el desafío primordial que la cultura judía enfrenta en Israel.


Creo, por eso, que se hace indispensable enhebrar cada vez más la seguridad del Estado con la preservación de la calidad democrática del Estado y con la proyección de esa calidad democrática hacia fuera de las fronteras israelíes.

Sé, por supuesto, que esto no depende exclusivamente de Israel. Pero sólo si este objetivo resulta irrenunciable en Israel los fundamentos democráticos del Estado judío podrán preservarse.

Réditos de la guerra y de la paz

Los enemigos de Israel saben que la guerra permanente debilita la democracia israelí. Saben que la beligerancia constante afecta, incluso, la consistencia del ideal democrático en la ciudadanía de ese país.

El siglo XXI, en consecuencia, impone a Israel esta disyuntiva dramática: tendrá que elegir entre los réditos de la guerra a corto plazo y los réditos de la paz a mediano y largo plazo. Se trata, es obvio, de un problema de muy difícil resolución.


Pero también de un problema que deberá ser resuelto si se aspira a algo más esencial que a perdurar en el lugar donde se está. Es imposible saber cuánto tiempo demandará el logro de esa solución. Pero no es imposible saber si se está trabajando o no en esa dirección.

Ser israelí, ya lo he dicho, no es ni será la única forma de ser judío. Buscar la homologación de ambos términos -israelí y judío- es una simplificación abusiva cuya inoperancia y arbitrariedad ya se ha hecho más que evidente.


Pero ser israelí es y será, entre otras posibilidades, una de las formas eminentes de ser judío en el mundo actual, siempre, claro está, que el empleo del poderío militar no llegue a constituirse en el rasgo dominante de esa identidad israelí.

No faltará quien, de inmediato, me recuerde que la violencia que Israel despliega no es sino consecuencia de la que practican quienes, negándole el derecho a la existencia, llevan a cabo ataques constantes contra su territorio. Pero este modo de razonar es políticamente estéril y militarmente ineficaz. No sólo porque no ha logrado que la violencia cese sino porque, además, impide que se conciba alguna vez al enemigo como adversario e interlocutor.


La iniciativa de la paz nunca será, a menos que hablemos de la pax romana, el resultado de la aplicación de la fuerza. Será el fruto del diálogo que lleva a algún entendimiento entre quienes no coinciden. Israel no puede renunciar a él sin renunciar a la vez a un rasgo central de la cultura judía en su relación con el mundo no judío.

En consecuencia y por todo lo que tiene de fecunda, hago mía la reflexión que el escritor israelí Amos Oz despliega sobre una necesaria resolución del conflicto palestino-israelí:


"En caso de esperar algo, se trataría más bien de un divorcio limpio y justo entre Israel y Palestina. Y los divorcios nunca son felices. Por muy justos que sean, siguen hiriendo, son dolorosos. Especialmente este divorcio en concreto, que será rarísimo porque las dos partes en litigio se quedarán definitivamente en el mismo departamento. Nadie se va a mudar".


Si ese paso aún no es posible, no por ello deja de ser indispensable. Y sólo si se lo entiende como indispensable llegará alguna vez a ser posible.

Todos los que hacemos nuestra la convicción de que la existencia de Israel es bienhechora, seamos o no judíos, debemos alentar ese anhelo de paz que, por lo demás, es el de los sectores más lúcidos de esa nación. Es a la luz de este anhelo que cabe celebrar los primeros sesenta años del Estado de Israel.

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