Por supuesto el argumento fundamental es que se trata de una verdad revelada.
El principio de la existencia de una revelación se acompaña con frecuencia del criterio de que esa verdad es manifiesta, de manera que la ausencia de reconocimiento -la falta de fe, la incredulidad- constituye un pecado, una perversión, un yerro moral que con frecuencia es consecuencia de una depravación de la conducta.
A esa cuestión apunta la diferencia establecida por San Pablo entre el hombre viejo y el hombre nuevo, o la aseveración de que el hombre carnal no puede conocer las verdades divinas.
La consideración de la incredulidad como una especie de ataque al contenido de la fe es habitual en las religiones, pues se considera que pone en cuestión el carácter manifiesto, obvio, de la verdad en sí.
Este argumento ha llevado con frecuencia a fórmulas autoritarias por las que se trata de someter al incrédulo o de eliminarlo, considerando que la unidad en la creencia confirma su veracidad.
Ese fue uno de los resortes con los que funcionó durante siglos la Inquisición de la Iglesia católica o en nombre del que se llevaron a cabo las guerras de religión europeas en los siglos XVI y XVII.
También ha sido el principio de persecución de los disidentes en los países comunistas, considerando, por ejemplo, que quienes rechazaban el marxismo eran dementes, pues su verdad era manifiesta, una forma de revelación secular, y aún de mayor fuerza que las de las religiones, pues se trataba de una verdad científica.
Diferencias entre el Islam y el cristianismo
Sin embargo, a título de ejemplo, la apologética cristiana establece tres pruebas en su favor, a modo de principios de contrastación: milagros, profecías y belleza moral del mensaje.
Los milagros, como suspensiones momentáneas de las leyes de la naturaleza, manifiestan el poder divino y respaldan la revelación. Son observados por testigos.
En el mismo sentido funciona el cumplimiento de profecías, de augurios establecidos sobre sucesos futuros.
Estas pruebas, incluida la belleza moral del mensaje, buscan una armonización entre fe y razón.
No resultan concluyentes para quien no tiene fe, pero implican, en su misma enumeración, un respeto a la autonomía de la racionalidad, un principio de tolerancia.
Por supuesto, esa tolerancia se ha roto con frecuencia a lo largo de los siglos, pero el cristianismo, por muy diversas, curiosas y extravagantes que sean las costumbres de sus diversas corrientes y sectas, ha demostrado ser compatible con la tolerancia.
Teocracia absoluta, sin diferencia entre fe y razón
Esa diferencia entre fe y razón no existe en el texto canónico islámico.
Aunque El Corán abunda en dicotomías excluyentes, sin zonas intermedias de neutralidad, casi todas ellas se basan precisamente en el hecho de que la única razón posible es la fe.
De forma poética y algo elíptica el arabista francés Louis Massignon decía que al judaísmo le caracteriza la esperanza, al cristianismo la caridad y al islamismo la fe.
La fe lo es todo. Entendida como obediencia.
De hecho, no hay humanidad fuera de la fe.
El no musulmán no pertenece a la especie humana. "La idolatría es peor que el homicidio"*. "Matadlos hasta que la idolatría no exista y esté en su lugar la religión de Dios"*.
Características de la apologética islámica
La apologética de Mahoma se basa en la violencia y en la belleza del Corán. Es una religión cuya coherencia es un autoritarismo circular, no deja resquicio para la tolerancia.
Ibn Warraq* describe bien este blindaje hacia la crítica que fundamente el totalitarismo islámico:
"La verdad ha sido revelada de una vez por todas, imposible discutirla, relativizarla o incluso reflexionar sobre ella. El Corán se pretende eterno. Cada uno debe obedecer con cuerpo y alma, pues por el contrario las sanciones serán terribles. En estas condiciones, intentad exponer la menor ironía, el menor espíritu crítico, la menor puesta en duda de orden histórico o filológico...".
Mahoma y el Corán rechazan cualquier contrastación. Por de pronto rechazan, contra la evidencia, cualquier historicidad.
El libro santo del Islam no es obra de Mahoma, sino recopilación posterior.
Está formado por ciento catorce azoras o capítulos, dividido en aleyas rimadas o versículos. Los capítulos están ordenados de mayor a menor número de aleyas, sin orden cronológico.
En vida de Mahoma los comentarios de sus revelaciones eran aprendidos de memoria por sus seguidores.
Con el tiempo, la muerte de estos recitadores hizo ver la conveniencia de poner por escrito esos pensamientos. Esa labor fue encargada por el siguiente califa, Abu Bakr a Zayd b. Tabit. Se trata, pues de una recopilación. En ese sentido resulta acumulativa. Incluso resulta piadoso el comentario de que "hay en el libro mucha palabra superflua, así como innumerables reiteraciones"*.
La historia de Moisés está contada más de cincuenta veces, sin variaciones resaltables. La de Noé, veinticinco. Y eso sucede con numerosos sucesos del antiguo y del nuevo testamento.
La eliminación de las reiteraciones reduciría de manera sensible el Corán.
La regulación de la vida de los musulmanes es incoada, pero sobre todo se encuentra en los hadiz o dichos, por los que mediante la fórmula alguien dijo que había escuchado al Profeta se concreta un contenido que en el Corán es vago.
De hecho, la sharia, el código penal islámico, principal reivindicación integrista, vigente en numerosos países, no se encuentra en el Corán sino en tales comentarios recopilados por generaciones posteriores.
*Azora 2, 189
*Ibn Warraq, autor de Pourquoi je ne suis pas musulman, Editorial L'Age d'homme. Entrevista en Le Figaro Magazine, 6 de octubre
miércoles, 30 de enero de 2008
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